Al ver la cartelera la decisión fue ver la película En La Cocina, al entrar tomar asiento y
trascurridos dos minutos sin mayor argumento los protagonistas empezaron con un
acto sexual que se prolongó, entre pocos tiempos interrumpidos, hasta el final
de la película. Fue lo que esperaba, pues qué más se puede pedir de un cine XXX.
Es un tabú, aún en el siglo XXI, hablar de temas sexuales
abiertamente en una sociedad de gran parte conservadora como en la que vivimos,
pero la verdad es que estamos llenos de vetos y a la misma hora existen las
cosas de un mundo de "pecados" que vive entre nosotros.
Se llama Esmeralda Pussycat y es el cine, que sin cara de
cine, vive en Bogotá hace más de 30 años. Uno no se da cuenta que es una sala de
pornografía hasta que al entrar, con algo de vergüenza, provocada por las
miradas juzgantes de la gente que observa desde lejos quién entrar allí, se ve una
sensual gata algo antropomorfa con un cigarrillo en la pata invitando a mirar
con que se puede encontrar al seguir por ese pasillo de carteleras eróticas y
publicidad de productos relacionados con el mismo tema.
Al preguntar en la taquilla, a la que nadie más hacía
fila, por el costo de la boleta, la señorita respondió: “vale 7.000 pesos y
puede quedarse el tiempo que quiera”. Al pagar y seguir por la puerta principal,
con curiosidad se puede observar una tienda de golosinas al lado derecho, pero
¿qué ganas pueden dar de comer papas o Bom Bom Bum a la hora de ver una
película porno?
Al llegar a la entrada de la sala hay que hacer uso del tacto
para guiarse de hacía a donde avanzar por el pasillo, pues es tan oscuro que
apenas se podía ver la silueta de algunas personas que se mantenían paradas
cerca a la entrada, la mayoría hombres entre los 40 y 50 años.
Al fin al ser iluminado por la pantalla gigante se pueden
identificar en donde están los asientos, miré, inocentemente, si mi boleto
tenía algún numero de silla, pero tras revisar bien y ver que los demás dirigirán
sus miradas con cara de rareza, se hizo evidente que qué objeto tiene numerar
las sillas para una sala porno, no vaya y sea que lo pongan a uno al lado de
alguien que va a disfrutar “placenteramente” la película, además, eso ni que se
fuera a llenar.
La única luz era la del videobeam que reproducía el filme
de mala resolución y de no mejor calidad que los asíentos de madera y cuero ya desgastado,
de color rojo, con entrañas de espuma que sale por los múltiples agujeros que
el tiempo les ha dejado, además de algunas manchas de las cuales nadie quiere
saber su procedencia, pero que se puede deducir, si con echar un vistazo se ven
a algunos del público masturbarse durante el rodaje de la película. En medio de
todo, la silla resultó hasta cómoda.
Transcurría entonces la película y la preocupación era
más por mirar cuál era la actitud de las personas, pero entre tanta oscuridad
era difícil poder detallar, la decisión entonces fue cambiar de puesto y
caminando hacia el frente de la pantalla, por un pasillo de piso alfombrado
algo pegajoso, vi a una pareja, al pasar cerca de ella, que en el mejor de los
casos “jugaban”, a imitar las actuaciones de los protagonistas de la escena. La
conclusión fue que por los gemidos que cada uno emitía, lo estaban haciendo
bien.
Lugares como éste se mantienen gracias al público, que
aunque en ese momento no pasaba de las 20 personas, los días como los jueves lo
visitan más de 50 parejas de hombre y mujer, o como diría alguna vez la
señorita Antioquía hombre con hombre y mujer con mujer también, responsables de
mantener vivo el teatro y que pueden por siete mil pesos estar en la sala
observando en pantalla gigante, o si lo desean por la módica suma de cinco mil
pesos por persona acceder a una de las cabinas que ofrece el teatro, algo
angostas, dotadas de viejos televisores Daewoo y sillas Rimax, donde pueden disfrutar
en privado de una película que escojan a gusto entre las más de dos mil que se
encuentran en el almacén de Roberto, un señor de 50 años que tiene un
repertorio, no solo de películas, sino de apuntes y chistes verdes que le ha
dejado su labor diaria. Él es el encargado de poner las películas para la sala
de cine y atender a las parejas o individuos que quieran estar en la cabina.
Era hora de dar fin a la visita, y al dirigirse a la
salida y pasar junto a los baños se puede observar la pintura de una mujer que
mantiene las piernas abiertas y con una expresión en el rostro de placer, y
para las damas, un John Travolta, como dirían popularmente, bien dotado. De
este tipo se encontraban miles de cuadros y pinturas de diferentes poses, así
como un Sex Shop en el que se exhiben toda clase de adminículos para el acto
sexual, pero principalmente, vibradores que oscilaban entre los cincuenta mil y
ciento cincuenta mil pesos, no es que haya preguntado por los precisos, fue un
dato espontáneo de la señorita que atendía en la vitrina.
En el instante en que daba media vuelta para salir de
aquel curioso teatro al que normalmente se entra con algo de pudor, pero que
muchos ven como algo normal, hubo un inesperado choque cuerpo a cuerpo con
Jessica, una joven de 26 años, que con esa era la tercera vez que iba a esa
sala de cine, pero la primera sin compañía pues por lo general iba con una
amiga, y que dijo algo interesante en una de las preguntas hechas, “el tamaño
sí importa” respondió, pues para ella “no es lo mismo ver tetas en pantalla
chica que en pantalla gigante”. Ella iba para ver mujeres ¿Sorprende no? Para
una sociedad llena de tabúes.